PUEDES CAMBIAR EL MUNDO

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Era la historia de un joven de unos veinte años que recorrió a pie la Provenza , región del sur de Francia, allá por 1913. Iba con mochila y saco de dormir por zonas apartadas y poco pobladas. Las más de las veces tomaba senderos y caminos secundarios y pernoctaba en pequeños campings o albergues juveniles, o en casa de algún campesino hospitalario.

En aquel tiempo, esa comarca era una región netamente rural y estaba muy yerma y abandonada. Había quedado poco menos que devastada por la explotación forestal y agrícola desmedida.

Para que la tierra produzca en abundancia es necesario que haya árboles, ya que éstos retienen la humedad del suelo y lo resguardan del sol que lo reseca. Asimismo, lo asientan y reducen los efectos de la erosión. En regiones donde escasean los árboles, es frecuente que las lluvias arrastren el suelo ocasionando inundaciones. En esas circunstancias el terreno no tarda en volverse estéril, como sucedió durante la Gran Depresión de los años treinta en una región del sudoeste de los Estados Unidos que llegó a ser conocida por sus tormentas de polvo.

Los bosques de aquella región del sur de Francia habían quedado prácticamente asolados a causa de la explotación abusiva del suelo que, por carecer de árboles que lo asentaran, terminó empobrecido a consecuencia de las lluvias. Toda la zona se había tornado árida y estéril, y se cultivaba muy poco. Hasta la fauna había emigrado, ya que los animales necesitan de lugares resguardados donde construir sus moradas, es decir, maleza que les proporcione protección. Sin árboles no hay maleza. Los animales también necesitan alimento, pero sin follaje éste escaseaba. Más aún, precisan agua; sin embargo, cuando no hay muchos árboles y el suelo no retiene la humedad, quedan muy pocos arroyos donde abastecerse de agua.

Aquel joven efectuaba un recorrido a pie por aquella región, en la que ya no se cultivaba mucho. Los pueblos se hallaban en estado decadente y ruinoso. Las casas se veían deterioradas, y casi todos los aldeanos habían emigrado a la ciudad.
El muchacho pasó una noche en la humilde cabaña de un pastor que, a pesar de sus canas y de sus cincuenta y tantos años, se conservaba muy robusto y fornido. Si bien la cabaña era pequeña y el mobiliario muy modesto, estaba bien mantenida. El joven se acogió a la hospitalidad de aquel amable pastor. Pernoctó allí y terminó quedándose varios días.

Observó con curiosidad que cada noche su anfitrión pasaba varias horas a la luz de una lámpara clasificando diversos tipos de frutos secos, como bellotas, avellanas y castañas. Con gran concentración y paciencia los examinaba, los iba colocando en hileras, los comparaba y separaba los que a su juicio estaban en mal estado y no servían. Terminada su tarea, guardaba en su morral los que había seleccionado.

Por la mañana llevaba sus ovejas a pastar e iba sembrando por el camino. Tomaba su cayado y, sin perder de vista el rebaño, recorría un buen trecho en línea recta. Daba unos pasos e, hincando con firmeza en el suelo la punta de su cayado, hacía un hueco de varios centímetros de profundidad. Dejaba caer en él una semilla y lo cubría de tierra con los pies. Luego daba unos pasos más, volvía a clavar su vara en el suelo y dejaba caer otra semilla. A lo largo del día recorría varios kilómetros de aquella comarca apacentando sus ovejas. Cada jornada recorría una zona diferente —todas ellas prácticamente despobladas de árboles— y a su paso sembraba bellotas, avellanas, castañas y nueces.

El joven forastero observaba al pastor sin comprender qué se proponía. Finalmente le preguntó:
—¿Qué hace?
—Como verá, joven, siembro árboles —repuso el pastor.
El muchacho volvió a inquirir:
—Pero… ¿para qué? Esos árboles tardarán muchísimos años en crecer y serle de provecho. Puede que ni viva para verlos.
—Ya sé —respondió el pastor—, pero algún día le serán de provecho a alguien y contribuirán a devolver a la tierra su fertilidad. Quizá no lo vea yo, pero sí mis hijos.

El joven se maravilló de la previsión, el desinterés y la iniciativa que mostraba el pastor al preparar el terreno para otras personas sin tener la menor certeza de que llegaría a ver o cosechar el fruto de su labor. Las semillas que sembraba se convertirían con el tiempo en árboles que conservarían la tierra para las generaciones venideras.
Veinte años después, aquel excursionista —ya de cuarenta y tantos años— volvió a visitar la región. Quedó boquiabierto ante lo que vio: un extenso valle totalmente cubierto por un bellísimo bosque natural en el que prosperaban árboles de todas las variedades. Naturalmente, eran ejemplares jóvenes, pero árboles al fin y al cabo.

El valle entero había revivido. La hierba había recobrado su verdor. La fauna volvía a poblar la zona, la maleza había crecido, el suelo había recuperado la humedad y los agricultores labraban nuevamente la tierra. En contraste con la aridez y la desolación que había visto veinte años atrás, toda la comarca florecía.

El viajero sintió curiosidad por saber qué habría sido del anciano pastor, y se quedó sorprendido al enterarse de que aún vivía. El viejo pastor —ya de unos setenta y cinco años— seguía vivo y fuerte como un roble. Aún residía en su cabañita, y no había abandonado su costumbre vespertina de clasificar frutos secos. El visitante se enteró además de que poco tiempo antes había llegado de París una comisión de parlamentarios para ver lo que a su juicio era un bosque natural que había surgido por milagro.

Unos agricultores les señalaron que había sido producto de la perseverancia de aquel solitario pastor. Gracias a ella, todo el valle y la comarca se habían cubierto de un manto de vegetación y de hermosos árboles jóvenes. Tan impresionados quedaron los parlamentarios que a su regreso a la capital votaron en la Asamblea Nacional para que se le otorgara al pastor una pensión vitalicia en señal de agradecimiento por haber reforestado toda aquella región sin ayuda de nadie.

El visitante manifestó su sorpresa por la transformación que se había producido: además de los magníficos árboles, había resurgido la agricultura, la fauna había retornado y la flora se veía exuberante. Las pequeñas granjas prosperaban, y la actividad había vuelto a las aldeas. Con renovadas esperanzas, los campesinos habían reconstruido y pintado sus cabañas. ¡Qué contraste con el cuadro de ruina y abandono que había visto veinte años antes!

Gracias a la previsión, la diligencia, la paciencia, la abnegación y la constancia de un solo hombre, que durante años, día tras día perseveró haciendo lo que estaba a su alcance, la prosperidad había vuelto a aquella región. El hombre que a los veinte años visitó por primera vez al pastor se enteró de que en aquel entonces éste ya llevaba varios años sembrando pacientemente las semillas que dos décadas después se convertirían en árboles de gran tamaño.

Un solo hombre había repoblado de árboles la región, devolviéndole la vida y la belleza. A consecuencia de ello se reactivaron la economía y la agricultura, la fauna volvió a habitar la zona, se recuperó el suelo, nuevamente hubo agua en abundancia y las aldeas volvieron a poblarse.

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Fuente: David B. Berg

Comment (1)

  1. Sugel.Net

    Gracias a la previsión, la diligencia, la paciencia, la abnegación y la constancia de un solo hombre, que durante años, día tras día perseveró haciendo lo que estaba a su alcance, la prosperidad había vuelto a aquella región. El hombre que a los veinte años visitó por primera vez al pastor se enteró de que en aquel entonces éste ya llevaba varios años sembrando pacientemente las semillas que dos décadas después se convertirían en árboles de gran tamaño.

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